viernes, 26 de septiembre de 2014

UNA VIOLENCIA QUE LOS DEJÓ SIN PADRES

Por: Revista Semana

En las historias de Alberto Uribe y de Manuel Cepeda, padres de Álvaro Uribe y de Iván Cepeda, puede leerse una buena parte de la violencia de este país. No fueron las únicas tragedias presentes en el recinto del Congreso. 

Iván Cepeda tenía 31 años el día en que la vida lo puso frente al cadáver de su padre. El cuerpo del senador Manuel Cepeda Vargas yacía abaleado, recostado sobre las dos sillas delanteras del carro en el que se transportaba esa mañana del 9 de agosto de 1994. Iván, que de camino a la Universidad Javeriana había llegado al lugar pensando que se trataba a lo mejor de un accidente de tránsito, naufragó absorto durante varios minutos frente a esa imagen de la que seguramente no se ha olvidado nunca. 
Es curioso que Álvaro Uribe Vélez tuviese casi la misma edad —30 años— cuando supo que su papá no había sobrevivido a los disparos de supuestos guerrilleros que llegaron a increparlo en la hacienda Guacharacas, una porción de tierra de 2.000 hectáreas que se ubica justo donde termina San Roque y comienza Yolombó, en Antioquia.
 La diferencia es que Uribe, por aquellos días alcalde de Medellín, no alcanzó a llegar al lugar del crimen. El martes 14 de junio de 1983 intentó desesperadamente salir de Medellín en un helicóptero alquilado, pero el mal tiempo hizo que tuviera que esperar durante una noche, enterándose apenas por teléfono que su papá, Alberto Uribe Sierra, a sus 50 años, había terminado su vida tendido sobre un charco de sangre en la mitad de la sala.
 Mucha agua ha corrido bajo los puentes durante 30 años. Cepeda y Uribe, hijos de la violencia de la extrema izquierda y de la extrema derecha, se tildan mutuamente de paramilitar  y de guerrillero, en una confrontación que tuvo su momento más intenso esta semana en el recinto del Congreso. Y en algo tienen que ver las tragedias de sus respectivos padres.
Pero no solo las de ellos. A medida en que los demás senadores y funcionarios del gobierno tomaban la palabra en la sesión parlamentaria, fue emergiendo un retrato tremebundo de la violencia de este país. La misma que no solo dejó sin padre a Cepeda y a Uribe, sino al ministro  Juan Fernando Cristo, cuyo padre, Julio Cristo Sahium, fue acribillado por guerrilleros del ELN en Cúcuta. Juan Fernando era embajador de Colombia en Grecia, cuando tuvo que regresar a ver a don Julio en un ataúd. “Frente al ELN estoy dispuesto al perdón, nunca al olvido”, dijo el ministro en julio de este año. En el mismo plano están los papás de los senadores Juan Manuel y Carlos Fernando Galán y de Rodrigo Lara, asesinados por órdenes de Pablo Escobar, en medio de una guerra feroz que el cartel de Medellín libró contra el Estado y los civiles.
Lo que demostró en últimas el debate es que hay heridas que no han cicatrizado y que la verdad puede llevar consigo el perdón, pero también el resentimiento cuando no opera la Justicia. Aunque Uribe haya dicho que la ausencia de su padre no generó en él una sed de venganza contra la guerrilla y la izquierda, sí reconoció en su autobiografía No hay causa perdida que la tragedia de Guacharacas marcó en su vida personal y profesional “un punto de quiebre cuya influencia es tal vez inconmensurable”. 

 Aunque ya no valga la pena preguntarse qué habría sido de Cepeda o de Uribe de no haber conocido la fatalidad familiar, puede resultar útil pensar qué sucedería si en el futuro la barbarie determinara cada vez menos el destino de los colombianos. No se trataría de un mundo perfecto. Pero sí de uno en el que los debates ideológicos no llevarían en su trasfondo la sangre de los muertos.

jueves, 18 de septiembre de 2014

SESIÓN DESOLADORA

El debate sobre paramilitarismo que debía celebrarse en el Congreso degeneró en una trifulca verbal que en nada ayuda a cimentar la cultura democrática en el país. Lo que sucedió fue la prueba palpable de que lo que mal empieza, mal acaba.


Editorial El Heraldo, septiembre 18


El espectáculo que ofreció ayer el Congreso de la República no pudo ser más desolador. Lo que debía  ser un debate sobre el fenómeno del paramilitarismo, que ha ensangrentado a Colombia en los últimos 30 años, degeneró en una lluvia de acusaciones –muchas vagas o sin pruebas, casi todas conocidas– e insultos entre buena parte de los intervinientes, que en nada ayudan a cimentar la cultura democrática en el país.
Lo que sucedió ayer en la comisión constitucional del Senado es una demostración palpable de que lo que mal comienza, mal acaba.
Promover un debate sobre el paramilitarismo es, por supuesto, una iniciativa legítima y, bien conducida, puede contribuir a que los colombianos entiendan mejor el pasado reciente para que esa etapa horrenda no se vuelva a repetir nunca más.
La duda que surge es si este era el mejor momento para llevar esa tormentosa discusión a sede parlamentaria, mientras  el Gobierno desarrolla unas negociaciones de paz con las Farc que no acaban de ser digeridas por buena parte de la población.
Como en un juego macabro del destino, se dio la circunstancia de que el debate se celebró al día siguiente de que la guerrilla asesinara en un atentado a siete policías en Córdoba. La imagen de nuestros senadores enzarzados en una trifulca verbal por hechos del pasado, mientras las Farc se ufanaban de su criminal operación, acentuaba, si así puede decirse, el patetismo de la sesión.
En cuanto al contenido de la cita, el senador Cepeda, que tiene razones fundadas para abominar el paramilitarismo, intentó en todo momento convertir el debate en un juicio a Uribe, contra quien lanzó un cúmulo de acusaciones ya muy conocidas y sin aportar pruebas contundentes.
El expresidente respondió a su vez con evasivas, con apelaciones a su honorabilidad y, sobre todo, dirigiendo su artillería contra el presidente Santos –a quien acusó una vez más, sin pruebas, de recibir dinero del narcotráfico– y contra algunos de sus hombres de confianza, con el vicepresidente Vargas Lleras y el ministro del Interior a la cabeza, por supuestos nexos con paramilitares que no acreditó de manera convincente.
Uribe exhibió la prodigiosa habilidad política que ha hecho de él uno de los grandes líderes en la historia del país, pero dio un pésimo ejemplo de conducta democrática al acudir a la Cámara solo para activar su ventilador de acusaciones, sin  quedarse al resto del debate. Pese a todo, es posible que su intervención haya conectado emocionalmente con muchos colombianos, más aún en medio de la indignación causada por el último atentado de las Farc.
Muchos senadores que apoyan al Gobierno se mostraban reacios a la celebración de este debate, pero al final recibieron la instrucción –al parecer, desde la Casa de Nariño– de que le dieran luz verde, no ya en la plenaria, pero sí en la comisión constitucional. Si la intención era perjudicar a Uribe, es probable que hayan conseguido el efecto contrario, a falta de lo que digan las próximas encuestas.
¿Y qué les quedó a los ciudadanos del esperado debate? Un embrollo de ataques e insultos, como decíamos párrafos atrás, y la amarga sensación de que, mientras el Gobierno habla con la despiadada guerrilla sobre reconciliación y posconflicto, en el Congreso, corazón de la democracia, nuestros representantes políticos no nos ayudan a imaginar lo que significaría vivir en un país en paz.

lunes, 15 de septiembre de 2014

PAÍS DE VÍCTIMAS


LA CENICIENTA DEL GABINETE

Por: Yolanda Reyes.

Por evitar posibles conflictos de intereses, damos la idea de que nos tiene sin cuidado la cultura.

La popularidad mediática de la educación en el nuevo cuatrienio de Santos parece inversamente proporcional a la de la cultura, y esa terrible involución recuerda los tiempos en que ciertos universitarios llamaban “costuras” a las electivas de humanidades que los obligaban a tomar para recibir un barniz de “cultura general” o para llenar los huecos libres, entre materias consideradas importantes.
Una mirada al diseño del gabinete presidencial que organizó los ministerios en tres equipos alrededor de los pilares de la paz, la educación y la equidad hace pensar que los reingenieros de Santos se formaron en esas concepciones de cultura que la instrumentalizaban o la reducían a las llamadas “bellas artes”.
Juzguen ustedes: en el pilar de la paz ubicaron los ministerios de Interior, Relaciones Exteriores, Defensa y Justicia; es decir, los de mayor poder político; en el de equidad, que algunos han llamado “el más robusto”, agruparon Hacienda, Minas, Comercio, Industria y Turismo, Transporte, Ambiente, Agricultura, Salud, Vivienda y Trabajo; y en el tercer pilar, correspondiente a Educación, añadieron el Ministerio de las TIC y le colgaron la cartera de Cultura, como si los desafíos de la paz y la equidad no requirieran hoy una apuesta cultural sin precedentes.
Este debería ser el tiempo de la cultura, pero no para supeditarla a la educación, sino para embarcarse en el proyecto de hacer posibles otras versiones de país y de memoria con el fin de superar esa dicotomía entre bandidos y gente de bien que nos dejó la cultura de la guerra.
En un país atravesado por las inequidades, las estigmatizaciones y las pérdidas, pero poblado también de tantas narrativas y de tantas maneras de descifrarse y reinventarse, justamente el trabajo cultural podría ayudarnos a reconocer que, más allá de los hechos, nos jugamos la vida a través de significados compartidos que se transforman continuamente, que se interpelan e intentan coexistir y tramitarse a través de formas simbólicas que nos permiten vivir juntos.
En medio de la avalancha de noticias, y casi siempre de malas noticias que hemos vivido, necesitamos noticias de nosotros mismos y Mincultura debería haber sido pensado, dentro de la reingeniería, como un pilar para el reconocimiento y la reparación de nuestras raíces humanas comunes, pues resulta difícil cambiar las lógicas de la guerra sin trabajar seriamente en una apuesta cultural que involucre a todo el país.
En ese sentido, es fundamental que la sociedad civil se ocupe de la cultura como se ha comenzado a ocupar de la educación, pues solo juntando miradas, haciendo veeduría y reclamando líneas políticas claras, concertadas y conocidas por todos, será posible sacarla de su nicho.
Salvo algunos editoriales publicados en revistas como Arcadia y otros debates regionales que parecen señalar dificultades en los procesos de selección de proyectos, sorprende constatar el poco espacio que se dedica a la cultura desde una perspectiva crítica.
La discusión sobre el presupuesto que se le asigna en el PIB, pero también sobre las políticas públicas del sector y sobre los criterios de selección de becas, incentivos y proyectos, debería ser habitual en estas páginas donde escribimos tantas personas relacionadas con el campo.
Quizás es esa proximidad la que nos lleva a eludir un tema que necesita ser analizado por las personas cercanas a los procesos de escribir, de pensar y de trabajar con símbolos. Con el prurito de evitar posibles conflictos de intereses, estamos dando la idea equivocada de que nos tiene sin cuidado la cultura. Y ese silencio que, en cualquier campo de lo público es grave, en este campo resulta impresentable.

miércoles, 10 de septiembre de 2014

MATONEAR AL GAY


Por: María Antonieta García de la Torre. Escritora, editorialista y columnista nacida en Bogotá. Estudió literatura en la Universidad de los Andes. Reside en España.

Desde lo alto de la terraza se miró las manos, pensó que en breve dejarían de moverse para siempre y nunca más tocarían el rostro de su ser amado. Sergio Urrego cerró los ojos y se lanzó al vacío.
Hace pocos días nos enteramos por los medios del trágico caso de este adolescente, quien optó por el suicidio después de ser víctima de abusos constantes por ser gay. Miles de jóvenes gais terminan asesinados o se suicidan por la humillación y agresión continua de sociedades que no logran asimilar un modelo de pareja distinto del heterosexual.
La muerte como única salida, el amargo suicidio del adolescente acorralado que apenas empieza a beber el elixir de la vida, del amor, recuerda la tragedia de los jóvenes Romeo y Julieta, pero esta vez no fue una historia ficticia sino una dolorosa realidad. El pecado de Sergio fue nacer en un país, estudiar en un colegio y tener unos suegros que consideran incorrecto que un joven ame a otro.
Así que se le fueron cerrando todas las puertas y, cuando la humillación fue intolerable, dejó servido el almuerzo que le habían preparado en casa para morir.
Casos como este hay por miles en el mundo, y los países más desarrollados llevan años reformateando la visión que existe de los gais y tratando de erradicar los casos de asesinatos por homofobia y de suicidios por casos de matoneo.
Olvidamos que la elección de pareja hace parte de un proceso irracional, romántico y que no puede imponerse. Si el ser amado resulta ser del mismo sexo, pues bienvenido sea. ¡Cómo es de difícil encontrar una persona con quién compartir esta efímera vida, para que, una vez hallada nos separen de ella por prejuicios sin fundamento! No puede haber un nivel mayor de crueldad.
Lo que debe condenarse es el maltrato, la negligencia, la agresión, sin importar si la pareja involucrada está conformada por un hombre y una mujer o por dos hombres. El estigma de la homosexualidad es una construcción cultural que podría desaparecer -y así liberar a miles de gais enclosetados-.
Durante siglos se ha fomentado la familia heterosexual para fomentar la procreación y fortalecer a la iglesia. Hoy nos damos cuenta de que hay espacio para familias tradicionales católicas, pero también hay espacio para familias gais.
Miles de católicos han cambiado su postura frente a los gais desde las declaraciones del papa, que hace unos meses los incluyó en su lista de favoritos. Su labor, hay que reconocerlo, es inmensamente progresista en esta área para que rompamos ese estigma de una vez por todas.
¿Por qué algunos, sin embargo, siguen considerando natural su homofobia y lo expresan abiertamente como antaño se confesaba el racismo o el desprecio por una clase menos favorecida? Muchos de ellos nunca han tenido un amigo, pariente o conocido gay. Y si lo han tenido, lo han sacado de su círculo social sin hacer el esfuerzo de conocerlos. Y así, sin conocerlos, han construido una imagen diabólica de bacanales y orgías, de promiscuidad y locura, cosa que pondría en peligro el esquema familiar de padre-madre-hijos-mascota.
La verdad, pues es lo que nos convoca aquí, es que la inclinación sexual, así como la nacionalidad, la carrera, los gustos musicales, los hobbies no definen a una persona per se. Si todos los gais son "drogadictos promiscuos irresponsables", también podemos decir que todos los colombianos son narcos y que todos los españoles son toreros.
Pero no es así. Y aunque para muchos sea una obviedad, vemos que no sobra repetirlo: No hay NADA de malo con amar a alguien del mismo sexo. Nos han hecho creerlo, que es distinto. Lo malo es que no logremos digerirlo y aceptarlo con tranquilidad.
Lo dice incluso el diccionario, donde se evidencia que los que matonean y asesinan no son los gais sino los homofóbicos (Ver:http://es.wikipedia.org/wiki/Homofobia).
El Gobierno y las instituciones educativas están en la obligación de respetar y garantizar la igualdad, sin distingos de raza, preferencias sexuales, credo, género. Lo que vemos, empero, es que estamos en mora de proporcionarles a nuestros niños y jóvenes un ambiente igualitario. Una niña negra tiene los mismos derechos de una niña indígena y una blanca. Igual ocurre con un niño judío y uno ateo. Lo mismo con un joven heterosexual y uno gay.
La igualdad no es opcional para las instituciones educativas, como el uso de uniforme. Es su deber. De otra forma, están incumpliendo estipulaciones presentes en la Constitución y en el Código Penal.
Hasta que no dejemos de satanizar un ámbito del ser humano tan íntimo como la sexualidad, vamos a seguir empujando a jóvenes como Sergio Urrego al vacío.



sábado, 6 de septiembre de 2014

FAMILIA


  1. Por: Ricardo Silva Romero. Columnista.

Huele al Antiguo Testamento. Suena a los tiempos en los que la homosexualidad era delito. Pero el jueves 28 de agosto la profesora Verónica Botero se vio obligada a esperar nueve horas más –ya había esperado 35.040: cuatro frustrantes e inexcusables años– a que seis de los nueve magistrados de la Corte Constitucional le reconocieran su derecho a adoptar (corrijo: a continuar el espinoso trámite, negado por quién sabe qué funcionario del aparatoso ICBF, para adoptar) a la hija que tuvo en 2008 con su esposa: la ingeniera Ana Leiderman. El fallo de la Corte era lo mínimo: era negarse a negarle a una persona, por su orientación sexual, la igualdad ante la ley; era ponerse las gafas, como cualquier miope, para reconocer una familia; era plantarse, además, del lado de una niña. Y sin embargo, la palabra que venía a la punta del teclado era “histórico”.
Ana me cuenta que ese jueves comenzó siendo un simple jueves. Que Verónica y ella se levantaron a las 6:15 a.m. como cada día. Que la niña, de 6, andaba contenta. Que el niño, de 4, que no había nacido cuando empezaron a tramitar la adopción de su hermana, jugaba sin prisa. Y que, luego de darles el desayuno, bañarlos y vestirlos a los dos entre las dos (toda familia es una coreografía, una disciplina), no sólo lograron que a los niños no los dejara la buseta del colegio, sino que pudieran montar un rato en bicicleta. Entonces vino la espera: el trabajo de cada cual, el almuerzo en pareja, con la sensación de que la Corte iba a salir con el silencio de siempre. A las 3:30 p.m., cuando los hijos ya habían vuelto, las sorprendió la noticia: podían seguir con los trámites para la adopción. Pero a los gritos de triunfo, “¡bravo!”, respondieron con una sonrisa tímida.
Elizabeth Castillo, la serena abogada que ha protagonizado tantas batallas por los derechos de la ciudadanía LGBTI, coordinadora del llamado “Grupo de mamás lesbianas”, recibió el fallo con el mismo cansancio feliz. Escribió para Publimetro un texto valeroso en el que lamentó que la Corte concediera un derecho “solo por razones biológicas” pero reconoció la importancia de ese jueves. Después se fue al Palacio de Justicia a celebrar el nuevo paso adelante: “ya no nos obligan a esperar en el andén”, me dice. Y me cuenta que sólo en la noche, cuando las dos mamás empiyamaron, leyeron un cuento y durmieron a sus dos hijos (y capotearon la última entrevista), pudo felicitar a Verónica y a Ana “por este triunfo que es de todos” con su alegría contagiosa.
Apenas estuvieron solas, apenas se fue la suegra que lloraba de emoción, Ana le preguntó a Verónica si esa ilusión por la rutina de mañana sería la igualdad. “Vero: todavía no me cae el 20”, le dijo hacia las 12:00 a.m.
Y la palabra es “histórico”. Porque el patético contraataque de “los normales”, que empezó ese mismo jueves –y entonces vino el asedio a un par de destacadas ministras por formar una pareja, la persecución a dos admirables congresistas por ser novias, la propuesta de falso demócrata de preguntarle a la mayoría si está bien que la minoría adopte, la santiguada doble de los politiqueros “de la familia” que recaudan votos a costa de los derechos ajenos: todo–, es una señal de que en ese infierno católico y machista y lerdo que solemos llamar “este país” está empezando un país menos tarado. Y si no quiere quedarse atrás, el ICBF, que por orden de un juzgado hace 40 días tuvo que devolverle a una mamá el hijo que le quitó “por sostener una relación sentimental con otra mujer”, hará bien en pedirles a sus funcionarios que dejen de portarse como inquisidores.
Hay que estar muy extraviado para ponerles en riesgo a Ana y a Verónica el deber de echar a andar a su familia a las 6:15 a.m.
www.ricardosilvaromero.com
Ricardo Silva Romero