El Colombiano, 9 de noviembre de 2014
Por: Alberto Salcedo Ramos
En cierta ocasión un periodista que no había leído a Jorge Luis Borges lo abordó, micrófono en mano, a la salida de un aeropuerto. Las dos primeras preguntas que hizo dejaron en evidencia su colosal ignorancia. Entonces Borges, perverso como siempre, le dijo: "tranquilo, amigo, que yo tampoco leo mis libros".
Cuando Mario Vargas Llosa obtuvo el premio Nobel de Literatura, muchos informadores volvieron a cotorrear abundantemente –cómo no– sobre el puñetazo que, a principios de 1976, el peruano le dio en el ojo a Gabriel García Márquez. También dijeron que era apuesto, que se casó primero con una tía y después con una prima.
Un reportero se preguntó olímpicamente por cuál de todos los libros de Vargas Llosa sería que los académicos suecos decidieron concederle el galardón. En medio de esta sucesión de frivolidades, las referencias a la obra del escritor laureado fueron mínimas e insulsas.
Hace casi veinte años, María Kodama, la viuda de Jorge Luis Borges, fue ultrajada en Colombia por un entrevistador cuya fobia a la lectura es legendaria. De repente, casi en los albores del diálogo, el tipo planteó un asunto grotesco: ¿qué tal era Borges en la cama?
Aquel periodista pretendía encontrar en los coitos del escritor argentino las claves que jamás había buscado en sus libros. Lo hacía por burdo, claro, pero también porque era consciente de que las cobijas que le sirvieron a Borges para resguardar sus relaciones íntimas podían servirle a él para esconder su incultura.
Germán Espinosa me confesó que para él lo más indignante era encontrarse con periodistas que le preguntaban en qué consistía su último libro. ¿No se supone que deberían haberlo leído en vez de preguntar eso? Los escritores –agregó Espinosa– escriben los libros para no tener que andar por ahí explicando en qué consisten.
Héctor Rojas Herazo, por su parte, me contó que una vez fue perseguido en una universidad por un reportero que juraba admirarlo muchísimo y que le solicitaba una entrevista. Cuando Rojas accedió, oyó la pregunta que menos esperaba:
Cómo es que se llama usted, maestro?
Al extenderse en el chismecito fácil, los reporteros perezosos esquivan la lectura. ¿Para qué perder el tiempo siguiéndoles el rastro a los personajes de las novelas, si es posible salir del paso recitando los títulos de la bibliografía o comentando una minucia sobre la vida del autor?
La aversión por las letras no es exclusiva de los gacetilleros encargados de escribir sobre frivolidades: está presente, incluso, en muchos de quienes manejan el tema cultural. Algunos de ellos parecieran tomarse a pecho lo que el escritor George Creoly aconsejaba en broma. Y así, cuando tienen que comentar un libro no lo leen, "para no llenarse de prejuicios".
En estos países nuestros – lo dijo Vargas Llosa en Cartas a un joven novelista – "la literatura no significa gran cosa y sobrevive en los márgenes de la vida social". Eso, que suena como una calamidad, en realidad es una bendición. El problema no es tanto que la literatura sea excluida de la agenda informativa, sino que sea abordada como si fuera un aspecto más de la farándula.